jueves, 31 de enero de 2013

Semana de los Derechos Humanos: Un testimonio de humanidad; un ejemplo de sabiduría

Ha pasado casi un mes desde la celebración en el instituto de la Semana de los Derechos Humanos; sin embargo todavía "colean" las experiencias vividas en esos días. Santos Lora, Catedrático de Filosofía nos hace llegar sus reflexiones sobre la charla de la Doctora Dª Blanca López-Ibor a los alumnos de bachillerato.

Un testimonio de humanidad; un ejemplo de sabiduría

Vengo con tres heridas
La del amor
La de la muerte
La de la vida

La doctora Blanca López-Ibor, directora del Departamento de oncología pediátrica del Hospital Montepríncipe, en una charla para los alumnos de Bachillerato en la Semana por los Derechos Humanos, nos regaló el testimonio de una experiencia –su trato y su tratamiento de los niños y jóvenes enfermos de cáncer- que resultó ser un modelo de humanidad que nos conmovió a todos, a muchos hasta las lágrimas, y dio a los jóvenes estudiantes, soñando ya entrar en la universidad y dispuestos a prepararse en una profesión, un ejemplo de lo que es, no sólo un excelente profesional, sino un auténtico sabio; un ser humano que conjuga conocimiento y -¿por qué no llamarlo por su nombre?- bondad, al acecho permanente de la verdad y en aprendizaje continuo de lo que es el sentido de su actuación y el sentido mismo de la vida.

Po eso he comenzado por los versos de Miguel Hernández; porque, al hablarnos de su experiencia, tocó las tres heridas, es decir, ahondó o puso ante nosotros, de forma inevitable, lo que ella en algún momento llamó el misteriode la muerte, que nos coloca ante el misteriode la vida.

Fue el relato de cómo se trata –y cómo se lleva a cabo el tratamiento- con las personas, tan jóvenes, aquejadas de una enfermedad, peligrosa, sí, pero no incurable; personas que tienen una vida completa –familia, amigos, estudios, proyectos, terapias necesarias, expectativas…-; personas que son a quienes nos encontramos en el tratamiento de su enfermedad; que son las que verdaderamente –dice la doctora- nos hacen aprender sobre la misma… y sobre tantas cosas de la vida.

Porque esos niños, o jóvenes, a los que inevitablemente llegas a querer, a veces, contra toda esperanza, se curan (como la chica que era “el pelo de Navalcarnero”, que lo perdió con la quimioterapia y que lo volvió a recobrar y a lucir con la belleza de siempre). Y otras, pese a todas las ilusiones, recaen y nos dejan…

Y aquí la doctora López-Ibor extendió ante nosotros todo lo que es humanidad: el dolor, el descontento, la rabia, la oscuridad ante lo incomprensible e inaceptable, la persistencia del cariño o -¿por qué no?- la insistencia del amor, necesariamente herido; y entonces, la aceptación, no de lo inevitable, sino del misterio, que empieza a hacer luz, si no a la comprensión, sí a la esperanza.

“Misterio” –herida, abismo, compromiso (1)- -de la vida y de la muerte. Misterio, no simple problema (resulta inevitable la referencia a Gabriel Marcel). El problema tiene un ámbito definido, se afronta con la inteligencia… y tiene solución; o se convierte en tragedia. En el misterio sabes que alcanzas sólo limitadamente unos elementos, pero que siempre queda más donde ahondar y donde tal vez vislumbrar un sentido, siempre difícil e inseguro de aprehender.

La vida está siempre –con las personas sanas y con los niños enfermos- por resolver; y la muerte es algo que acontece en la vida y forma parte de ella: vivimos la muerte (la ajena, sin duda; pero también la propia). Y si se vive, la muerte adquiere, lo sepamos o no, lo aceptemos o no, un sentido para la vida. La vida es siempre espera; la muerte se vive también en espera.

Por eso la doctora López-Ibor, que además de extraordinaria profesional, vive profunda y humanamente su experiencia, tras la incomprensión y la rebeldía, dejó aflorar la esperanza. Y dijo que ella vive, se trata y aprende de los jóvenes con los que convive y de los que se fueron y siguen animándonos en nuestro trato y en nuestros tratamientos. “La muerte –dijo- no es una ausencia, sino otra forma de presencia”. Esa es su íntima convicción, que ha aprendido a vivir y que ilumina su tarea, más aún, su vida de médico.

Se le preguntó si se puede ser feliz con una enfermedad que parece una amenaza. Contestó que se puede ser feliz viviendo y afrontando todo lo que la vida implica; y sus jóvenes no se reducen a su enfermedad, sino que siguen viviendo, en la mayor amplitud posible, su vida. Alguien, con alguna experiencia en la enfermedad, apuntó que para ello parece necesaria la esperanza. La esperanza como posibilidad de curación, la esperanza como apertura ante ti de posibilidades; la esperanza donde la muerte misma es, no el fin, sino el misterio en que adentrarse, en espera por tanto de lo que vaya a ser (¿Otra forma de presencia? Sin duda otra forma de ser).

Nos contó que uno de sus jóvenes pacientes le preguntó: “Doctora, o Blanca, ¿qué es el alma?”. No sé si acertó a responder; pero el mismo chico terminó diciendo: “El alma es lo que nos hace hablar con Dios”.


En clase de Filosofía estábamos tratando que el hombre se define por el espíritu (2) ; que éste –conciencia y libertad- es, si no la comunicación de Dios en el hombre, sí lo que nos alza más allá de las imposiciones de la naturaleza y de la inevitabilidad del mal. Por la libertad –solidaria de la conciencia-, el hombre, capaz de mal, puede imponer en el mundo algo radicalmente nuevo: y hacer lo que debe; imponer el bien. Rebajémoslo si se quiere: dar testimonio de bondad.

Con ello seguro cambiaríamos el mundo. ¿No es esto acercarse a Dios?

Al terminar la charla, todavía emocionados, seguimos hablando de todo ello en la clase de Historia de la Filosofía con los alumnos de 2º C. Terminé contándoles una anécdota de mi juventud, que se acercaba a la afirmación del muchacho:

Pasando unos días en la montaña de Monserrat, hablaba con frecuencia con el Padre Estanislao, un ermitaño –aunque benedictino- que llevaba más de veinte años en la soledad de la montaña. En un momento dado yo también le pregunté; “Padre, ¿qué es el espíritu?”.

El espíritu, hijo mío, es la filiación divina. El espíritu es que somos hijos de Dios”.
El espíritu, en suma, como contaba de su joven amigo nuestra doctora, es lo que nos acerca a Dios.

Gracias, doña Blanca López-Ibor, por su experiencia, por su humanidad, por su esperanza y por su profunda sabiduría.


Santos Lora Cerdá



(1) Engagement.
(2) Aclaración: no necesariamente el alma.

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